A mi querida maestra
de latín,
María C. Hernández
García,
y a todos los
maestros sagrados
que nos han
hecho mejores
Por: Tania Anaid Ramos González, AZULA
Escritora y poeta puertorriqueña
El
magisterio, como carrera de vida, es ante todo una vocación. Hay que tener no
tan solo el conocimiento y la sabiduría, sino la suficiente madurez y el amor
como para renovar diaria y anualmente los “votos” con los estudiantes. El Maestro,
con mayúscula, es el altruista por excelencia. Mantenerse incólume ante el desgaste
de los tiempos y las vicisitudes administrativas del sistema educativo en todos
los niveles no es tarea fácil. Convertir
el aula o el espacio simbólico del salón de clases, presencial o cibernético,
en uno sagrado para la enseñanza, es un acto de sacrificio y amor.
Esos
Maestros que hemos tenido a lo largo de nuestra vida, sin importar la
disciplina o materia que imparten, influyen en lo que finalmente elegimos
estudiar o ser. Por eso pienso que no solo somos los libros que hemos leído,
como dijeron Tomás Eloy Martínez y Jorge Luis Borges, sino que somos los
maestros que hemos tenido porque una consecuencia de esas lecturas son ellos.
Es decir, el Maestro con mayúscula es aquel que se siente llamado a serlo, no el que se anquilosa en la comodidad de una rutina y salario a medias ni del gruñón en el que pesa más su soberbia que su sabiduría. Tampoco hablo del que se ausenta más de lo normal o del que teniendo los conocimientos elige guardárselos y hacer lo mínimo e indispensable. De esos no hablaré. Hablaré de los sagrados: los que despiertan la curiosidad a la observación de las cosas y su entorno, los que estimulan las ganas de vivir y que nos ayudan a entender la existencia humana, los que llegan para quedarse, los que mueven el mundo que conoces y van abriendo puertas al entendimiento y a la consciencia, los que llenan el alma semi vacía con la que llegamos a la escuela… Son esos, los seductores profesionales de la razón.
La
experiencia humana no puede prescindir del maestro. De hecho, por más difícil
que haya sido la infancia o la etapa estudiantil, es común que aflore un
maestro que haya logrado salvarnos de nosotros mismos, de nuestra ignorancia e,
incluso, de que hayamos cometido algún terrible error, y si lo cometimos, sé
que hubo uno que nos dio una nueva oportunidad para mejorar. Esos son los Maestros
sagrados, anónimos seres llenos de luz y alimento para los más bellos delirios.
Son esos maestros y maestras los que se
sintieron responsables de nuestra vida y confiaron en nuestro potencial; osados,
disciplinados, trabajadores incansables, custodios de nuestro cerebro y de
nuestra mente. Ellos vislumbraron, en su momento, lo que nosotros no podíamos.
Cuando
niña, solía pensar que el corazón era una casa grande con habitaciones donde
alojar personas, experiencias y cosas. Sabía que eran intangibles o que al
final lo irían siendo porque en mi imaginario infantil y poco contaminado con
la dureza de la realidad, todo era perfecto mientras permaneciera allí. Han
pasado los años y en mi construcción mental, aquella gran casa se ha convertido
poco a poco en una pequeña habitación en donde guardo a consciencia solo lo
querido. Y sí, mis maestros son mi tesoro más querido, y hago un esfuerzo para
no idealizarlos, pero es que hay maestros que son inspiración y levadura para
el alma.
Cuando
en la adultez me he encontrado con algunos de estos seres auguradores de éxito
y de posibilidades en la vida, he procurado ser agradecida y decirles cuán
importantes han sido para mí. Porque se tomaron en serio su trabajo para
hacerlo bien y es posible que en la vorágine de aquellos días no se dieran
cuenta del impacto positivo que tuvieron. Éramos muchos estudiantes y él o ella
era solo uno.
Cuando
se es estudiante universitario, entonces vives otra etapa. La relación
profesor-estudiante tiene otros matices, ya no es posible que te salven como
antes, ahora, puede que a algunos les toque la ardua tarea de reenseñarte lo
que aprendiste mal, y eso ya es una hazaña heroica, pero lo sobrecogedor de
esta etapa es que los maestros sagrados tienen la imborrable e histórica tarea de
cuestionar y hasta romper tus paradigmas. Es cuando comienzas a dudar de todo, cuando
analizas hasta las hojas que caen frente a tu ventana. Si antes te abrían las puertas
del conocimiento, ahora te abren universos… galaxias en donde conquistar la
razón y la locura. Entonces te das cuenta de que no dejas de aprender ni un
segundo. Lees sin parar a ver si los alcanzas. Ya en este punto, es imposible saber
cuánto te falta por aprender porque es infinito. Es cuando comienzas a admirarlos
perpetuamente y se convierten en nuestros pequeños dioses. Saben tanto y uno sabe
tan poco, que ruegas por que tu cuerpo vacío y quimérico se llene de una pizca
de esa inmensa sabiduría. Entonces los conviertes en tus amigos, los eliges con
premeditación y necesitas instaurarlos en tu vida para siempre. Les consultas,
les pides favores, te leen, son tus mejores críticos y es cuando logras comprender
la inconmensurable alegría de haberlos conocido. Y como un hecho lógico e inevitable,
te nace la necesidad de darle continuidad a su legado y de construir un mejor país.
Esos son para mí los Maestros sagrados. Porque el saber y las enseñanzas no están estacionados
en los libros, sino que son parte ineludible de la interacción con estos seres
que vinieron a apalabrarnos el mundo en el que vivimos y a concientizarnos sobre
el hecho de que no todo empezó cuando nacimos. Vinieron a despertar nuestra inteligencia.
Eligieron ser maestros porque sintieron la necesidad de enseñarnos a pensar, de
enseñarnos a mirar, pero no con sus ojos, sino con los nuestros en un acto de
amor desprendido y colosal.
Amo
a mis maestros sagrados, han alumbrado el camino que he querido recorrer, han
caminado a mi lado cuando los he necesitado y se han levantado a aplaudir
cuando han advertido alguno de mis logros, pero, sobre todo, no han perdido la
esperanza ni en el magisterio ni en la humanidad. Y si los miras con cuidado a
los ojos, verás que conservan aún el brillo de aquellos primeros días cuando
los conociste porque misteriosamente portan un amor incondicional a la
existencia.
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