Me quedé viendo cómo rodaba la llanta. El rín cromado perfectamente limpio, me incitó a filosofar sobre la rueda de la vida; en un momento arriba, después: tres metros bajo tierra.
La carroza fúnebre se
acercaba pensé: ahí viene el carro que inevitablemente todos algún día abordaremos.
Lentamente se estacionó saliendo de él dos hombres pálidos cual cadáver
moviéndose pausadamente como si de verdad lo fueran, me miraron compasivamente…
bajaron el féretro que contenía los restos de mi abuelo, el último viejo en
morir de la aldea; una polvareda se levantó bañando el cajón como recibimiento
anticipado, el polvo invadió mis fosas nasales, sentí que me ahogaba (desde que
recuerdo era alérgico) sino fuera porque tenía que estar presente en el funeral,
no hubiese regresado al pueblo que
pronto se convertiría en fantasma; los ancianos morían y los jóvenes no querían
quedarse.
Mi tren salía a las
seis con treinta, eran las tres justo el tiempo para despedirme.
Entre a la capilla
casi sin ganas arrastrando los pies. Como único familiar me tocaba presidir el
servicio, ¡qué fastidio! pudiendo estar en la ciudad en mi departamento con aire acondicionado
vestido con ropa deportiva, tenía que soportar el traje negro de lana que
picaba, con una corbata casi ahorcándome… El polvo no salía de mi nariz impidiéndome por
momentos respirar desencadenando en mí una histeria, una claustrofobia.
La ceremonia terminó
pronto; pagué apresurado los servicios de la funeraria
dejando mi domicilio e instrucciones para que enviaran las cenizas por
paquetería, no deseaba llegar tarde.
Arribé a la estación
justo cuando se escuchaba el silbato del ferrocarril. Si corría con suerte y no
se detenía en ningún punto, a las diez de la noche estaría en la ciudad.
Me subí buscando un
asiento con ventanilla; no era agradable sentirme encerrado necesitaba aire en
mi rostro, me aflojé la corbata despojándome del saco, luego lo utilice de
almohada necesitaba descansar. El olor a tierra no me abandonaba así que decidí
ir al baño para lavarme la cara y limpiar la nariz, esperando que las
partículas aún dentro salieran.
Ya más tranquilo y
fresco regresé a mi asiento con la firme intención de dormir.
No sé cuánto tiempo pasó, tampoco supe si realmente
me quedé dormido, sólo recuerdo que fui golpeado cimbrándose todo. Estábamos
completamente a oscuras comenzábamos a entrar en el túnel, así que estire mi mano
para tentalear; sorprendido me percate que frente a mí se encontraba una puerta de madera
o algo parecido, me pregunte como había llegado ahí, seguramente eso había
sido: me quedé dormido y me caí rodando hasta llegar a la puerta.
-¡Que salgamos pronto del túnel, necesito luz!-me decía.
Caminé a gatas buscando un asiento vacío, ya no
importaba si tenía ventanilla,
era preciso me sentase para protegerme…
-¡Oh!, qué largo es
este túnel no recuerdo que fuese tan tardado salir de él.
Tic, tac…
Tic, tac… El silencio era tal, que alcanzaba a escuchar el movimiento del reloj
de cuerda de mi abuelo que llevaba guardado en la bolsa de mi camisa,
acompasandose con los latidos de mi corazón… Tic, tac… Tic, tac… Comencé a
repetir para tranquilizarme, la oscuridad y el aire sofocante del túnel casi me volvían loco. Sabía que estaba construido
debajo del desierto y casi podía olerlo; por eso me fui del pueblo dejando a mi
abuelo, pues siendo alérgico la vida ahí me fue imposible.
Estaba reflexionando
sobre eso, cuando un movimiento parecido a un temblor me despabiló y una
intensa luz dio directamente hacía mí, obligándome a cerrar los ojos. Un pitido
ensordecedor provocó que mi corazón se acelerara: otro tren se acercaba
avisando su presencia, pasó a nuestro lado y pude escuchar a los pasajeros
murmurar… sus murmullos entraron a mis oídos explotando en mi cabeza. Los
vagones iban iluminados por velas que cada pasajero llevaba en sus manos; al
pasar por mi ventana pude ver sus rostros tras el vidrio volteando hacía mí
estallando en lágrimas para luego seguir murmurando… Consideré podía ser alguna
peregrinación de fanáticos religiosos.
-¡Maldita sea!, salgamos
del túnel ¡ya!, necesito luz, la tierra seca me ahoga, no puedo respirar… ¿De qué
murió el abuelo?, ni siquiera se me ocurrió preguntar… Aire, necesito ¡aire!
Los nervios me
explotaban. Para relajarme traje a mi mente los momentos agradables que pasé
con él, siempre pendiente de mí, haciendo
las funciones de padre, velando por que nada me faltase. Mi abuelo era un
hombre con mucha fortaleza, un roble; de broma decíamos que él, nos enterraría a
todos.
-¡Pobre de su nieto!
Mírelo, tiene cara de aflicción, parece haber sufrido mucho.
- ¿De dónde viene
esa voz? ¿Cuál nieto, quién sufrió?
-Es triste Doña
Matilde, mi nieto tuvo una muerte espantosa.
- Tan joven… Lo
recuerdo de niño padeciendo con el clima de aquí, es irónica su muerte.
- La pasó mal con
sus alergias que le provocaban claustrofobia y mírelo usted, cómo vino a morir:
enterrado vivo bajo toneladas de arena. ¿Recuerda que le platique que se graduó
de arquitecto?... Nunca comprendí eso… Con las alergias y trabajando entre
tierra y tan distraído; mientras revisaba unos planos, sin fijarse se paró
justo donde un camión de volteo descargaba… Para cuando lo sacaron ya estaba
muerto y encima, esos brutos de los sepultureros ¡lo dejan caer!
- Tenga de consuelo
que ya descansa en paz
- Eso quiero pensar.
Mi nieto prefería la cremación a ser enterrado, hasta muerto le temía al
encierro y oscuridad; había pagado ese servicio en la funeraria por si algún
día se ofrecía y dejado instrucciones de que las cenizas se enviaran a la
ciudad; ni difunto quería estar debajo del desierto… ¡No pude cumplir su deseo!,
mi religión no permite la cremación, tampoco quiero se lo lleven lejos de mí...
Le puse mi reloj cerca de su corazón, siempre le gustó, es el único consuelo
que me queda, además: ¡muerto ya ni debe
sentir nada!
-Tic, tac… Tic, tac…
¡No quiero que me cubran con tierra!, ¡noooo!
Cuento incluido en mi libro: Sonidos bizarros Mayo 2013
Victoria Falcón Aguila D.R 2013
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