Por: Lourdes Cervantes
Era
un día espléndido de Abril donde el mundo vestido de Primavera sonreía, así en
el campo como en la ciudad; uno de esos días en donde las almas agradecían con
alegría, disfrutando del ropaje colorido, los perfumes, los sonidos y las
texturas que acariciaban los sentidos, de esos días donde la vida canta, donde
pasado y futuro no existen; en medio de tanto gozo, un alma se encontraba
sumergida en la más profunda y oscura de las tristezas…, en su mano sostenía un
bote de lata, que acercaba a las almas que encontraba a su paso, suplicante por
una moneda.
En tanto, sobre una plancha fría, dura, yacía el cuerpecito desnudo cubierto apenas por una manta gastada,” Teresita”. Aquel pedacito de su corazón que le había nacido unos meses atrás, justo el 2 de Noviembre la dejaba. Llevándose con ella, la alegría, la ilusión y la esperanza de su humilde corazón de madre. Un alma de madre forjada en el crisol de la pobreza, un alma valiente cuyo único sostén era su fe inquebrantable en el amor y misericordia divinos, que le llenaba de entereza y que le daba la fuerza para no rendirse, pues teniendo otras bocas que alimentar, no se permitía arroparse con el ropaje de los cobardes: el abandono y la desesperación.
Con las monedas de la caridad consiguió adquirir lo necesario para dar a su Teresita la despedida apropiada: flores, cohetes, velas, café, canela, piloncillo, alcohol y pan para los convidados a la despedida. De la asistencia pública consiguió una cajita blanca que asemejaba un pastel de blanco y dulce merengue de limón. Consiguió también le llevasen oculto en la cajuela de un vehículo, el pequeño ataúd. Mientras ella, sentada en el asiento trasero llevaba en sus brazos cerca muy cerca de su corazón a su Teresita, de regreso a su pueblo, al humilde jacal que era su hogar.
Le había tomado casi tres días reunir el dinero suficiente. Mismos que sus otros hijos habían aguardado por su regreso.
A su llegada, sus compadres, los padrinos de bautizo de Teresita la recibieron con un abrazo cálido y dolido, la madrina tomó en sus brazos el cuerpecito, amorosamente lo limpió, lo perfumó y lo vistió con el ropón de su bautizo en tanto, acomodaban el ataúd en la única mesa, que servía para sentarse a comer, para planchar la ropa, para que hicieran la tarea de la escuela sus hijos y ahora servía también como base mortuoria.
Nada más cierto, nada más crudamente cierto que en ese lugar y en ese momento: LA VIDA CONTÍNUABA; su hijo mayor que por aquel tiempo estudiaba en la secundaria, tenía que escribir un poema a la primavera que debía entregar al día siguiente. Así que hizo un espacio suficiente, para escribir en su cuaderno, apartando las flores rojas, amarillas, blancas que rodeaban el ataúd, en donde el cuerpecito de Teresita cuidadosamente recostado y adornado con flores, cual si fuese una muñequita dormida, yacía. También su hermano acercó dos cubetas de pintura, vacías, que usarían para sentarse él y su tía Tere –si, a Teresita le llamaron así en honor a su tía la menor de las hermanas de su madre-, comenzaron a trabajar en el poema. En tanto los hermanos, hermanas y otros niños vecinos se acercaban a ver a Teresita, mientras la tía Tere cuidaba también que esos chiquillos no se arremolinarán en torno a la mesa, luego de unos minutos y satisfecha su curiosidad, los chiquillos se fueron a jugar y a corretear al sembradío.
Los demás adultos se habían marchado, los tíos de Teresita y su madre fueron al panteón a hacer los arreglos para sepultarla al día siguiente, los otros a hacer sus quehaceres para regresar al anochecer.
Así, entre cantos, alabanzas, café con piquete y recuerdos, transcurrió la noche. El mundo despertó entre el ruido de los cohetes que anunciaban con jubilosa tristeza que un ángel más estaba ahora en el cielo, un ángel llamado por su madre: Teresita.
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