Por: Tania Anaid Ramos González, AZULA
Poeta puertorriqueña, Doctora en Filosofía y Letras.
Primera Parte.
La poeta,
crítica y traductora uruguaya Elena Idea Vilariño nació en Montevideo un día
como hoy, 18 de agosto de 1920. En honor y en conmemoración a su centenario,
comparto la siguiente crónica sobre un encuentro que tuve con la poeta, además
de unos apuntes, hasta ahora inéditos, de una entrevista informal que tuve el
privilegio de hacerle hace 20 años. Por
la admiración inmensa que le tengo a Vilariño y en reconocimiento del gran
valor que tiene su obra poética y su
extensa trayectoria literaria, va este homenaje.
Fue
un martes a las diez y treinta de la mañana del 29 de agosto del 2000 cuando
pude tocar de cerca el misterio de su poesía. La muerte, como una de sus
temáticas principales, me llevó hasta su puerta. Estaba en la fase
investigativa de mi tesis de maestría y una beca me había abierto el camino
para llegar hasta Montevideo y conocerla. Ella no recibía a nadie, pues se
aliaba sin reparos junto a una soledad segura y productiva.
He de aclarar, que en realidad me
llevó hasta ella una herida que pronto entendí que era compartida. Ciertamente,
yo estaba allí frente a su puerta esperando hurgar entre sus versos, entre su
laconismo, para comprender el ritmo de sus palabras, para conocer a la
“Suplicante” que perdió su paraíso, su pobre mundo, sus poemas de amor. Llevaba
conmigo una libreta, una grabadora, copia de las cartas que ella le había
escrito al poeta Juan Ramón Jiménez, una hija en el vientre y el frío desnudo
de quien se acerca a un precipicio. Toqué el timbre de aquella puerta oscura
que cobijaba dentro a una extraordinaria poeta. Fue entonces cuando la vi por
primera vez.
Estaba tan cerca de mis ilusiones
que sentí la fragilidad del temor constante a equivocarme con cada palabra
pronunciada a su lado. Una biblioteca inmensa llenaba la sala donde tenía lugar
aquel encuentro. Poco a poco entendí que la realidad puede a veces superar la
fantasía. Comenzamos a conversar, rompiendo el abismo que se forma ante la
presencia de un desconocido. Yo solo tenía fragmentos de su vida; ella la tenía
toda; yo solo tenía preguntas luego de haber devorado su obra publicada; ella,
pocas respuestas y una mirada serena. Sin darnos cuenta, las horas se
acumularon en el sofá mientras conspirábamos a favor de la poesía.
El mate de aquella tarde y tanta
palabra suelta fueron marcando el territorio entre el cariño, la admiración,
las coincidencias y el amor. Yo traté de indagar sobre diversos asuntos. Empecé
a preguntarle acerca de su círculo de amigos e intelectuales; sus ojos decían
más que sus palabras y los silencios eran buenas señales para cambiar de tema.
Yo quería saber siempre más, pero no debía abrumarla.
Hablamos de su poesía, de literatura
y de algunos escritores. Fue entonces cuando saqué las cartas que ella le había
enviado a Juan Ramón Jiménez. Abrir esas cartas fue hurgar en un baúl de
nostalgias. Tesoros escondidos, y poco comentados por la crítica, iban
aflorando frente a mí.
Ella lo admiraba y lo leía. Había
mantenido una relación de amistad con el poeta y algo de esa correspondencia la
intercambiaron mientras él vivió en Puerto Rico. Vilariño recuperó copia de sus
cartas, y en recompensa, me permitió leer las que Juan Ramón le había escrito.
Transitar por aquellas letras cerradas, enigmáticas, amorosas y desbordadas, ya
era un gesto de confianza que agradecí pronto. Sentí aquella impertinencia
autorizada como un cumplido en medio de nuestra prolongada conversación. Una
llamada nos interrumpió, ya habían venido a recogerme; visto estaba que
necesitábamos un segundo encuentro. No me atreví decirlo, pero ella lo sugirió.
Al salir aquella noche de la calle
Anzani, esquina Italia #2129, un diluvio interno me invadía el pecho, estaba
aún tratando de apalabrar la experiencia. Aquel martes inolvidable, había
conspirado con la poesía, había empezado a cerrar una que otra herida y había
prometido regresar. No regresé, salvo por alguna correspondencia que mantuvimos
aquellos primeros meses. Los apuntes de aquel encuentro quedaron sepultados
bajo las páginas de mi investigación como apéndice. Aunque mucho ha cambiado mi
forma de pensar de ese tiempo para acá, y estoy segura de que hoy serían otras
mis preguntas, comparto al final de este artículo, esos apuntes fruto de la
ingenuidad y candidez de la aprendiz y estudiante universitaria de aquel
momento.
Idea
Vilariño, la poeta a quien le dediqué año y medio ininterrumpido de amaneceres
y desvelos; la estudiosa de la “ciencia de la poesía”, del ritmo, del objeto
sonoro cuya “célula rítmica” ha de
sentar las pautas del texto artístico a través de la repetición; para quien las
estructuras formales del poema —la versificación, la métrica y el ritmo— fueron su objeto de estudio más preciado y
para quien la disposición gráfica estaba supeditada, primordialmente, a una
intención musical cumpliría estos días sus cien años. Su poesía, sin duda, es
el resultado organizado de tanto conocimiento teórico previo de la técnica de
lo lírico; el que antecede al instante creador, sin que ello implique un menú
de fórmulas para establecer un abecé de la composición poética.
Su
legado poético ha sido una ganancia estético-musical para la poesía
hispanoamericana, pues con Vilariño no hay desbordamiento del verso, ni
kilómetros de líneas cortadas a capricho, sin estructura, y a veces sin
intensidad. En su poesía, hay lirismo sin improvisaciones; hay cotidianidad sin
“versolibrismo”. Su poesía produce e
instala en la memoria una emoción estética a través de los esquemas sonoros.
Quizá no logremos entender cuán atrapados estamos en esa “masa sonora” al leer
su poesía, pero basta que ella sí se haya ocupado para que en nuestro
inconsciente existan múltiples resonancias semántico-rítmicas que han de quedar
cautivas ante el oído oculto de nuestra piel.
En el siguiente enlace, encontrarán un video
en el que cuento una anécdota y recito uno de sus poema: https://youtu.be/ToV-ZjZVpew . El próximo domingo compartiré con ustedes la entrevista que le realicé a la poeta.
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