Por: José Ruíz Mercado
En la esquina, frente a la
plaza, ese café en donde tarde a noche la cita puntual para escuchar a los
mejores músicos de la región. Lo frecuentábamos después de salir de clases.
Julio Roberto García Correa y yo. Alguna vez nos acompañaba algún compañero.
Era todo un acontecimiento escuchar al sobrino de Juan José Arreola con su
guitarra de doble diapasón nos remitía al Renacimiento.
Eran los tiempos en donde el
vino tinto con queso fuerte, una ensalada con berros y variedad de lechuga
acompañaba la mesa con pan, mantequilla aderezada de pimienta se convertía en
compañía. Una de esas noches conocí a Orso.
Zapotlán el Grande era, en ese tiempo, una población recién herida por el temblor del 85. Sus palanquetas de nuez ya no se vendían en los portales a los viajeros que pasaban rumbo a la costa. Una Central Camionera los detenía en las afueras.
Después de ese encuentro, casi
casual, dejé de ver a Orso. El día que dejé Zapotlán fui a despedirme. No
estaba. Había salido a arreglar unos asuntos a México, me lo dijo una señora
amable. Nunca supe quién era.
A los años fui invitado a dar
un taller de apreciación teatral a la Preparatoria Regional por Víktor Boga y
Alejandro Sánchez, quienes dirigían la Cátedra Hugo Gutiérrez Vega. Para ese
tiempo ya había fallecido Julio. A Zapotlán le habían nacido varios cafés.
Juan José Arreola también
había fallecido. Su casa, convertida en Museo. Un centro cultural con mucho
estilo dirigido por Orso. Víktor, Alejandro y yo fuimos una noche cuando se
ofrecía una conferencia acerca de los literatos del Sur.
La historia de Zapotlán está
pletórica de literatura. Desde los tiempos de oro del grupo Arquitrabe, el
periodo de Ramón Villalobos, el amable maestro de escultura de la Escuela de
Artes Plásticas de la UdG, el entrañable “Tijelino”, las sesiones en la Casa de
la Cultura cuando era dirigida por Ernesto Neaves, quien fue maestro en la
Escuela Normal de Ciudad Guzmán, el director magistral de Pedro y El Capitán,
la obra de Mario Benedetti.
Esa noche, posterior a la
conferencia, Orso y yo, charlamos. Había posibilidades de diseñar algo. Lo
comentamos mientras veía una edición de La Jirafa, el cuento, la edición del
Departamento de Bellas Artes, ahora convertido en objeto de culto, ahí en la
Casa Museo Juan José Arreola.
A principios de este año nos
volvimos a encontrar. Desayuno con todas las medidas preventivas. Eso del gel
antibacterial (desde un inicio me he preguntado: Una bacteria no es un virus
¿Entonces?), la sana distancia y todo lo demás. Una charla rápida con saludo de
cortesía, nos vemos después y esas cosas.
Hoy (¿Fue hoy?) desperté con
una noticia. Orso Arreola Sánchez falleció por la madrugada. El silencio mental
fue grande. No acertaba a creer la magnitud del acontecimiento.
Los silencios muchas veces
traen una cascada de recuerdos. De todos los mencionados sólo Alejandro y yo
seguimos. Los otros, incluyendo Mario Benedetti, fallecieron. Así, uno a uno se
nos van sin enterarnos, sin hacer conciencia de la vida. Permanecemos en la
superficie mientras consideramos solamente los recuerdos y las ideas, escribió
Sigmund Freud.
Luego. Retomé los cuadernos publicados durante mi estancia en Zapotlán.
Pequeños cuadernos en los años de 1989. Escuché la voz de Orso preguntarme:
¿Por qué Lecturas del Sur?
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