martes, 16 de junio de 2020

El Viaje



Autor: Paolo Fabrizio Nicolás Sánchez Vega
Joven escritor peruano,16 años
I
Estaba acostada junto a mis padres, cerca de la una de la madrugada. La oscuridad ganaba terreno en la silenciosa calle; luces de farol iluminaban las veredas, algún perro dormía debajo del foco. La calle estaba callada, hermosa, todo en calma, pero todo culminó cuando se escuchó a lo lejos, el claxon de un carro. Oí pasos, puertas cayéndose, gritos y algunos disparos. Papá despertó despavorido; mandó que nos escondiéramos detrás del closet. Momentos después dos personas entraron, echando la puerta abajo. Se pusieron a escudriñar en todo sitio; solo era cuestión de segundos para que descubrieran dónde estábamos. Un tipo de aspecto "noble" vio mi pie al aire, me agarró sacándome de mi escondite, mamá sollozaba diciendo que me soltara; los sujetos reían mientras ordenaban a mamá y papá que empacáramos maletas; en cinco minutos teníamos que partir.
Mamá empacó todo lo que pudo: ropa, plata, una linterna y una foto,  Papá: comida, agua, una navaja y su medallón de la suerte; me pidió que esperase afuera, vi como temblaban sus piernas, su cara sudaba..., quería llorar e hice lo que me pidió.
Al salir fuera de la habitación, vi soldados botando a patadas a sujetos y algunos siendo amenazados por los gatillos. Esperé con pavor a mis padres.
—¡Cinco minutos, fuera! —decía el señor de aspecto "noble". —Denme sus nombres.
—Mi mujer es Alviria; ella es mi hija Emma; yo soy Ádám. —dijo papá.
El señor lo anotó y nos llevó para la calle. Había gente con aspecto despavorido; asustados; corriendo para intentar escapar, pero cuando lo hacían, soldados empuñaban sus pistolas y les daban a los pies.
Un soldado nos llevó a un camión y nos hizo subir con otras personas. Dijo a todos que nos iban a llevar a un lugar seguro para ocultarnos durante la guerra. El camión se movió y partimos de Bruselas hasta el sitio que el oficial dijo.
Al movernos, veía a lo lejos más personas siendo transportadas, gente sollozando, niños mordiéndose las uñas, un viejito en el piso en posición fetal mientras que soldados agarraban sus cachiporras y le tiraba al cuerpo, bebés siendo separados de las madres mientras que ellas gritaban desesperadamente por sus hijos. Estaba asustada, mis piernas no dejaban de temblar, quería llorar, pero no podía y solo me dormí en las piernas de mamá.

II
Ya era de día, los pájaros empezaban a cantar. Mamá me meneó la cabeza para levantarme: levántate, tenemos que irnos, dijo.
Me levanté de sus piernas, lagaña posada en mis ojeras; aún sentía miedo rondar por mi cuerpo, pero no sabía por qué. Papá ayudó a mamá a bajar las cosas y me dijeron que me pusiera al frente de ellos para que no me perdieran de vista, luego avanzamos por el sendero de piedra, de frente. Vi adultos rezando, niños sollozando, gritos desesperados, cuerpos debajo de bolsas y soldados disparando a quemarropa a algunas personas que estaban de rodillas; mamá me tapó los ojos antes de que apretaran el gatillo. Cerca del final del sendero, había dos caminos: al frente, algo que se parecía a vías; a la derecha, un portón enorme de color negro rodeándolo ladrillos rojos (con cierta elegancia), dos soldados en la puerta cuidando y empuñando sus armas al pecho. Un soldado agarró a mis padres y los llevó (a punta de amenaza), al camino del frente. Una multitud de personas eran vigilados por soldados que mantenían la calma, otros separaban personas para mandarlos a los vagones; vi jóvenes intentando irse por detrás de las vías de los trenes, sin éxito alguno.
Tras veinte minutos de permanecer de pie en medio de la intemperie, 10 vagones arribaron a la zona. Los soldados separaron a los pasajeros para obligarlos abordar el tren; no veía a mamá ni a papá y tenía que subir a un vagón donde estaría sola sin conocer a nadie. El vagón apenas era visible, estaba lleno de manchas de óxido, por las barras metálicas en las paredes, con  un olor fuerte que parecía,  carbón o leña; se escuchaba un goteo que caía del techo del vagón.
El tren se empezó a mover,  solo oía gritos y llantos de los otros vagones, mientras que en el mío, se sentía una calma por el momento. Sentí en mi bolsillo aquella navaja y el medallón que papá siempre llevaba, ya que, según él, le daba buena suerte. Al menos tenía algo por si las cosas se complicasen.
III
¿Cuatro, cinco, seis horas han pasado desde que abordamos el tren? No me acuerdo, estaba siendo sofocada por la muchedumbre que entre empujones y lloriqueos, suprimía mi respiración y me desorientaba. No había agua ni comida; los niños no paraban de llorar. Un hombre a mi lado gritaba: ¡Malditos sean, fascistas; maldito seas Hitler! Y otras cosas más, hasta que se cansó y se acostó en la pared. Al otro lado, un señor de tercera edad rezaba junto a una niña en idioma latín.
Tenía miedo, un tic, como el de mi padre, empezó a manifestarse en mi mano,  un señor al notarlo, me preguntó:
--¿Niña, te sientes bien? --Me quedé muda a su pregunta--. Sabes, eres muy joven para estar acá, ¿y tus padres?
Sus ojos grises brillaban como el sol, aquellos ojos que eran testigo de tanta gente, mucho más importantes que yo.  Le contesté que no me sentía bien. 
—Mm, ya veo—.Su sonrisa se convirtió en un rostro de amor y ternura. El señor tenía por lo menos cincuenta años, de complexión noble; su voz calmaba el terror y el pánico llevándolos  a un silencio tranquilo.
El señor vio mi rostro y con todas sus fuerzas, agarró las barras metálicas oxidadas y ¡las arrancó! “Todos salgan, niños primero”, gritó aquel hombre que apaciguó mi miedo. Me agarró de mi cintura, me hizo atravesar por aquella ventana que antes tenía las barras. “Agárrate de algo y cuando sepas que es seguro, salta”, dijo antes de que me soltara. Afuera sentí la brisa, miré un campo verde con girasoles y un pueblo en el medio que parecía formar parte de una pintura. ¡Tengo que saltar! Pensaba, pero el tren tembló con una fuerza tan grande que me desprendí de él.
Caí en aquel campo dando vueltas y siendo lastimada con aquella navaja que tenía en mi bolsillo, era una herida grave.
Estaba llorando, no podía levantarme sin embargo, tenía que seguir para aquel pueblo, para estar segura.
¿Pasó media hora, una hora? No supe cuánto caminé, estaba agotada por la herida. Me parecía que pronto llegaría, pero me sentía débil como para seguir. 

Al llegar al pueblo creí que por fin estaba segura. Le pedí ayuda a un señor que estaba parado en una esquina, dijo algo en su transceptor portátil y cambió una mueca de miedo. -“Sí, jefe” dijo.
Me llevó de la mano hasta llegar a la plaza con otras personas que estaban arrodilladas sollozando y gritando piedad, mientras que oficiales detrás de ellos empuñaban sus fusiles. No podía caminar bien, estaba nerviosa y esa herida de la navaja sangraba bastante. ¿Cómo te llamas, cuántos años tienes? Preguntó el oficial. 
--“Catorce años, Emma” dije.
Él anotó mi nombre en un papel, lo guardó dentro de su saco y me dijo que me arrodillase junto a un señor que sangraba en la cabeza. Lo hice; dijo que cerrase mis ojos, que solo sería un rato y luego acabaría. ¿Cómo estarán mamá y papá ahora?

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